Nazim Hikmet, poesía contra el olvido

Por: Sbriller
La Jornada, 16 de enero de 2002

No vivas en la tierra
como un inquilino
ni en la naturaleza
al modo de un turista

Vive en este mundo
cual si fuera la casa de tu padre
Cree en los granos
en la tierra, en el mar,
pero ante todo en el hombre.

Ama la nube, la máquina y el libro
pero ante todo, ama al hombre
Siente la tristeza
de la rama que se seca
del planeta que se extingue
del animal inválido
pero siente ante todo la tristeza del hombre.

Que todos los bienes terrestres
te prodiguen la alegría
Que la sombra y la luz
te prodiguen la alegría
Que las cuatro estaciones
te prodiguen la alegría
Pero ante todo, que el hombre
te prodigue la alegría
NAZIM HIKMET

de su libro de poemas Duro Oficio el Exilio, editado por Editorial Lautaro de Buenos Aires en 1959. La traducción al español es de Alfredo Varela, realizada con la colaboración del autor.


Nazim Hikmet, el más grande poeta turco contemporáneo, nació en lo que hoy es la ciudad griega Salónica, el 15 de enero de 1902. Publicó su primer texto a los 17 años y su primer libro en 1929. Perseguido por los ingleses desde finales de la Primera Guerra Mundial y hostilizado en su país, fue condenado a prisión por vez primera en 1924, a su retorno de la Unión Soviética, en donde vivió y estudió entre 1921 y 1924. Huyó de nuevo a Moscú en 1925 y colaboró con Meyerhold y Maiakosvky. A su regreso a Turquía fue encarcelado de nuevo, pero la movilización estudiantil logró su liberación.

A partir de 1928 se dedicó al periodismo, a la traducción y a la subtitulación de filmes. Atacado por las figuras literarias de su país y acusado de traición a la patria por su estancia en la Unión Soviética, en 1938 se le acusa de incitar a la rebelión a los estudiantes de las escuelas militares. Un tribunal castrense lo condenó a 28 años y cuatro meses de prisión. Concluida la Segunda Guerra Mundial, se creó el Comité de Salvación de Nazim Hikmet y de Divulgación de su obra, al que se suman los reclamos de estudiantes, escritores, entidades internacionales de juristas y la propia Unesco.

Hacia 1950 fue liberado después de una prolongada huelga de hambre, y fue por ese entonces que apareció una antología de su poesía prologada por Tristan Tzara. Sus actividades político-culturales lo acercaron a Neruda, Eluard, Picasso, Alberti y Aragón. Su obra puede resumirse en 39 libros: 20 de poemas, 14 de teatro y cinco de narrativa. Hikmet, según sus palabras, trató de "encontrar la manera más lacónica, sintética y sencilla; una forma que, siendo el producto de un largo trabajo, no lo demuestre. Es decir, no un zueco de campesino con soberbios bordados, sino como unas medias de nylon, que muestren la piel como si estuviera desnuda. Me esfuerzo por utilizar menos imágenes y comparaciones [...] expresarme de tal modo que el poema todo sea imprescindible, a tal punto que, quitándole una palabra, todo se desplome".

Murió en Moscú el 3 de junio de 1963 víctima de un paro cardiaco. Quizá el regalo más grande que sigue recibiendo es que pese al rechazo por parte de cierta intelectualidad turca, sus poemas los recitan incluso quienes no saben leer y "se transmiten de boca en boca en las noches junto al fuego".

En un bello texto que La Jornada reproduce en exclusiva, John Berger lo recuerda así: "No estoy seguro de haber visto alguna vez a Nazim Hikmet. Juraría que sí, pero no puedo hallar la evidencia circunstancial. Creo que fue en Londres, en 1954. Cuatro años después de que saliera de prisión, nueve años antes de su muerte. Era orador en un mitin político en Red Lion Square. Dijo unas palabras y luego leyó algunos poemas. Unos en inglés, otros en turco. Su voz era fuerte, calma, extremadamente suya y muy musical. Pero no parecía provenir de su garganta ­o al menos no en ese momento. Lo describo mal porque su presencia y su sinceridad eran muy obvias.

"Al escucharlo leer sus poemas en Red Lion Square tuve la impresión de que las palabras que pronunciaba provenían del otro lado del mundo. No porque fueran difíciles de comprender (no lo eran) ni porque fueran borrosas o gastadas (estaban plenas de la capacidad para perdurar), sino porque eran dichas para de algún modo triunfar sobre las distancias y trascender interminables separaciones. El aquí de todos sus poemas está en otro sitio. Aun sentado en la tarima, antes de pararse a hablar, uno podía ver que era un hombre grande. No por nada le apodaban el árbol de ojos azules. Al incorporarse, dio la impresión de ser también muy ligero, tanto que corría el riesgo de elevarse.

"Quizá nunca lo vi, porque habría sido poco probable que, en un mitin organizado en Londres por el movimiento internacional por la paz, hubieran tenido que atarlo a la tarima con varios tirantes de cuerda, de tal manera que permaneciera en tierra. Sin embargo, este es mi claro recuerdo. Sus palabras, después de pronunciadas, lo elevaban al cielo ­el mitin era al aire libre­ y su cuerpo buscaba seguir las palabras que había escrito, conforme derivaban alto y más alto por encima de la plaza y por encima de las chispas de los tranvías de antaño, suprimidos tres o cuatro años antes a todo lo largo de Theobald's Road.

"Eres una aldea en las montañas
de Anatolia,
eres mi ciudad,
la más bella y la más desdichada.
Eres un grito de auxilio, quiero decir, eres mi país;
las pisadas que corren hacia ti son las mías."