Chile

A 30 años del golpe fascista
Allende, Enríquez y todos los patriotas caídos siguen reclamando justicia

Carlos Aznárez

Hablar hoy del Chile de la década del 70 corre paralelo a zambullirse en la realidad de un país que durante tres años pujó por instalarse en el concierto latinoamericano rompiendo las ataduras con las transnacionales y los factores de poder que le habían convertido en una factoría de los Estados Unidos.

La difícil tarea había comenzado el 24 de octubre de 1970, después de décadas de infamia, corrupción y condiciones de extrema pobreza para los sectores más humildes. Ese día, el pueblo chileno decidió la difícil tarea de navegar contracorriente y lanzarse a la maravillosa tarea de construir un gobierno que lo represente. Iba de la mano de un hombre que ya lo había intentado en otras tres oportunidades y que ahora, al calor de la Unidad Popular ­coalición en la que abrevaban socialistas, comunistas e independientes- lograba la anhelada Presidencia "para los más golpeados, para el corazón del proletariado de este país que quiere empezar a sacudirse de las cadenas que lo oprimen". Se llamaba Salvador Allende, médico talentoso y un político con todos los cables a tierra para saber qué querían y por qué estaban dispuestos a pelear los hombres y mujeres que lo habían acompañado a reventar las urnas contra la derecha "momia" (la oligarquía chilena) y los gerentes de las multinacionales gringas.

"Soy socialista y creo firmemente que el socialismo es la mejor opción para que en esta tierra ya no haya explotación ni niños con hambre", soñaba en voz alta el popular Chicho, y abajo, la marea humana agitaba banderas, cantaba las consignas de la utopía y se mostraba dispuesta a trepar al cielo si es preciso, para conquistar lo que deseaban desde toda la vida.

Allende logró asumir el Gobierno más allá de las conspiraciones que se tejían desde Estados Unidos, ya que la CIA ­ahora lo dicen sus propios documentos - se había encargado de invertir millones de dólares para frenar los anteriores intentos del ahora Presidente. Estas iniciativas subversivas por parte de los servicios de inteligencia norteamericana implicarían tiempo después, chantajes, intentos de soborno, campañas de difamación, atentados terroristas y crímenes políticos.

Sin embargo, en la primer etapa de gobierno, al "compañero Presidente", como le gustaba que le llamaran, no le tembló el pulso y emprendió cambios estructurales de peso. Nacionalizó los recursos económicos del país, estatizó el sistema bancario, tomando el control de los créditos y préstamos; estableció un estricto control gubernamental sobre el movimiento de capitales, rentas y pensiones; se masificó el acceso a la salud y la educación y aumentó en forma notable la construcción de viviendas dignas para el pueblo. La reforma agraria alcanzó la profundidad que permitiría la diversificación e industrialización de la producción agrícola. También se emitió al Congreso una propuesta de enmienda constitucional que otorgaba al Estado chileno el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible sobre las minas, y autorizaba la expropiación de todas las compañías extranjeras que las explotaban; se creó además la "Doctrina Allende" por la cual se establecía que un país subdesarrollado tiene el derecho justo y cabal, en la nacionalización de las empresas extranjeras, a deducir de la cuantía total de indemnización los beneficios excesivos. En este marco, Allende nacionalizó el cobre, recurso fundamental de la economía chilena. En política exterior, el país se acercó a todos sus hermanos del continente, se abrazó con Cuba y con la Argentina de Héctor Cámpora, y reivindicó la independencia de criterios frente al imperio que amenazaba desde Washington.

Frente a esta política que en todo momento apuntaba a instalar al país en un camino de ruptura con la dependencia y a la vez resarcir a las capas más expoliadas de la población, comenzaron a actuar los grupos de la desestabilización. Primero, fue la oligarquía nativa que comenzó a sabotear abiertamente cada una de las propuestas de avance planteadas por el gobierno, luego se sumaron al boicot los propios parlamentarios de la oposición, que convirtieron al Congreso en un foco de abierta conspiración, y finalmente, apareció la mano que movía todos los hilos, afincada como siempre ocurre en estos casos, en las oficinas de las transnacionales, como es el caso de la poderosa ITT, o en los despachos de la propia Casa Blanca.

Allende, pero sobre todo, la movilización popular de las fuerzas de izquierda ­las de la Unidad Popular y también las del poderoso Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)- fueron puestas en la mira de los que ya no disimulaban sus deseos de derrocar al Presidente.

Las maniobras golpistas albergaron todo tipo de fórmulas: desde las huelgas patronales de los empresarios del transporte, que una y otra vez pusieron al país al borde de la paralización absoluta, hasta el desabastecimiento de alimentos y artículos de prioridad en el consumo de la población. Cuando los estrategas norteamericanos piloteados por Henry Kissinger se dieron cuenta que semejantes acciones no bastaban, se pasó a la fase abierta de hostigamiento. Grupos terroristas alimentados económicamente por la derecha, atentaron contra torres de electricidad y empresas oficiales, y llegaron, en una última fase, a propiciar los asesinatos de altos jefes militares leales al Presidente Allende.

Por abajo, los sectores populares comenzaron a reclamar la necesidad de prepararse para la autodefensa militar de un gobierno que sentían como propio. Las contradicciones entre las fuerzas de izquierda afloraron en medio de la crisis y mientras algunos sectores ­socialistas, Mapu y miristas- exigían armar al pueblo para plantarle cara a quienes ya anunciaban sus intenciones guerreristas, otros grupos de la UP, incluido el propio Presidente, apostaban por lo que después resultaría un fallido diálogo con la Democracia Cristiana.

En junio, al igual que ocurrió en Argentina, los militares golpistas intentaron probar suerte en lo que luego se conoció como "el tancazo", pero fracasaron. Sin embargo, la suerte estaba echada y el 11 de septiembre, la reacción liderada por el genocida Augusto Pinochet puso en marcha la operación final de desembarco de la política intervencionista norteamericana en el país. El Palacio de la Moneda fue bombardeado y Allende decidió vender cara su derrota. Combatió junto a sus compañeros hasta el final y murió heroicamente, demostrando la clase de madera con la que estaba construida su estatura política.

Tiempo después, la resistencia popular haría todo lo posible por hostigar a uno de los regímenes militares más atroces de Latinoamérica, y en ese intento moriría en combate Miguel Enríquez, líder del MIR y otro de los grandes de ese Chile arrollado por el fascismo. Sin embargo, nuevas oleadas de combatientes del MIR, del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y otras organizaciones populares seguirían reivindicando la necesidad de no bajar los brazos ni las banderas de lucha.

A 30 años de aquella tragedia, las heridas siguen muy abiertas. La impunidad de quienes quisieron convertir a Chile en colonia del imperio y para ello asesinaron a miles de personas y arrasaron todas las reivindicaciones populares, significa una afrenta para la dignidad de esta Latinoamérica que otra vez está resurgiendo en sus ansias libertarias.

Los nombres de Salvador Allende, Miguel Enríquez y Víctor Jara, junto al resto de los golpeados por la crueldad y el autoritarismo, siguen siendo hoy, a pesar de vacilantes y desmemoriados que nunca faltan, un espejo en el que se miran las nuevas generaciones de este Chile tan querido. Allí están las últimas palabras de Allende para dar cuenta de ello: "Es posible que nos aplasten, pero el mañana será del pueblo, será de los trabajadores. La humanidad avanza para la conquista de una vida mejor".