Tortura en Euskal Herria: «Entran tanto en tu cerebro que consiguen partírtelo por la mitad»
El nuevo macrojuicio contra la juventud independentista, que se reinicia mañana en Madrid, vuelve a estar marcado por las gravísimas denuncias de torturas. La gran lucha de los acusados es por demostrar que las declaraciones inculpatorias fueron producto de los maltratos.
Nagore Belastegi
Ainhoa Villaverde, Ander Maeztu y Ainara Ladron, jóvenes juzgados en Madrid, resumen a GARA sus sensaciones tras pasar por el trago ante el tribunal de la Audiencia Nacional.
Acuden juntos a la cita, sonrientes y fuertes, pero los rostros se ensombrecen al rememorar otra vez lo que la Policía española les hizo durante los cinco días en los que estuvieron incomunicados, acusados de ser militantes independentistas.
—Lo siento, pero hay que empezar por recordar lo que pasó…
Ander Maeztu: Desde que me bajaron al coche empezaron a pegarme puñetazos y tortazos en la cara, y me decían que eso no acababa más que empezar. Una vez llegado a comisaría me metieron una paliza y me desmayé. En el coche, en dirección a Madrid, me pusieron el antifaz y me dieron una bolsa. «Ya sabes para qué es esto, tú verás si quieres hablar». Uno me preguntó, tranquilamente, «¿tú sabes lo que se siente cuando te ponen la bolsa a 180 kilómetros por hora? Ahora lo vas a saber, es una autentica lavadora». Es cuando empezaron con las sesiones, hasta que perdía el conocimiento. Me hicieron creer que la vida de mi madre dependía de mí, que estaba en el hospital, y que si yo firmaba ella viviría, pero si no firmaba, no la vería más.
Una vez en Madrid, siguieron las sesiones de la bolsa alternadas con las de puñetazos y patadas, y sobre todo me machacaban con lo de mi madre. Y yo me lo creía. Me destrozaron como persona. Me anularon tanto que no intentaba ni defenderme, solo quería que pasara todo. Cuando no quería firmar la declaración me decían que los demás me estaban metiendo a mí todos los marrones. Yo ya no sentía ni rabia, era un trapo con el que podían hacer lo que quisieran. Y al final consiguen que firmes.
—¿También mencionaron a la familia en su caso?
Ainhoa Villaverde: Me quitaron las gafas, que sin ellas no veo nada, me taparon la cabeza y comenzaron las amenazas. Me decían que si no hacía una prueba en Gasteiz por la buenas, tendría que hacerla en Madrid por las malas. Para cuando llegué a Madrid llevaba más de un día sin dormir, porque evitaban a toda costa que descansara, y esa noche la pasé de pie en medio de una sala. No podía apoyarme ni sentarme. Las presiones son progresivas y cada vez más fuertes. Cuando ven que no consiguen romperte con amenazas e insultos, van subiendo el nivel hasta conseguir lo que quieren. Oía gritos de otras personas. Me preguntaban si yo también quería probar lo que eran las torturas en mi propia piel. Poco a poco todo eso fue afectándome.
Al ver que yo me mantenía bastante tranquila me dijeron que tenían una mala noticia, que mi padre estaba en el hospital muy grave, que si declaraba me dejarían ir a verlo para despedirme. Me dijeron que me daban una noche para decidir. Para mí ese fue el momento más duro, me vi en un dilema: ¿Debía creerme lo que me decían e ir en contra de mí misma para poder despedirme de mi padre? ¿O debía pensar que era todo mentira y arriesgarme a que fuera verdad y algún día tuviera que dar explicaciones a mi conciencia? Decidí que no era capaz de vivir con ese cargo de conciencia, prefería ir a la cárcel.
La noche antes de ir a la Audiencia Nacional me dijeron que recordara que aquello no acabaría al realizar la declaración. Y el año posterior a salir de la cárcel me me encontré con ellos por la calle. A veces no sé si era casualidad, pero otras veces estoy segura de que no. Aquello que me dijeron en comisaría se cumplió.
—¿Hubo tortura física también en su caso?
Ainara Ladron: Ya llevaba más de un día despierta cuando inicié el viaje a Madrid y fue un infierno. Pasé las cinco horas esposada con las manos detrás, con la cabeza entre las piernas. Yo estaba a cara descubierta, igual que los policías que me torturaron, por lo que hoy en día podría identificarlos. Esto te hace sentirte una mierda, por la impunidad que tienen. Estás viendo quiénes son, pero no importa, porque no les caerá ninguna represalia.
Para mí el primer interrogatorio fue bastante fuerte. Me obligaron a desnudarme y a tumbarme en una mesa. Era una mujer joven desnuda encima de una mesa con cinco hombres agarrándome. Lo primero que pensé era que me iban a violar, porque lo repetían constantemente. Empezaron a echarme un liquido en la cara y pensé que podría ser droga para anular a una persona. Yo no quise abrir la boca, así que me taparon la nariz hasta que la abrí. Cuando vieron que ya había tragado liquido, pararon. Mientras, tenía a otro hombre pegándome en el pecho y a otro intentando abrirme las piernas.
Al principio utilicé la resistencia física, pero llegó un momento en que ya no tenía fuerza, así que decidí aferrarme a la resistencia mental. Mi manera de ganarles era pensar que harían con mi cuerpo lo que quisieran, pero no con mi cabeza. Me levantaron de la mesa y me pusieron contra la pared. Se quedó solo un policía y comenzaron otra vez los golpes y amenazas. Comenzó a tocarme, me metió el dedo por el ano y por la vagina. «Qué asco si te gusta», dijo. Escuchar eso me reventaba por dentro.
El forense no es un médico de tu confianza, así que tienes que elegir. Si se lo cuentas, te arriesgas a que se lo cuenten a la Policía. Mucha gente no es capaz de contárselo al forense, y es normal, porque si le dices dónde te duele en el siguiente interrogatorio te van a machacar ahí. Y si por el contrario no le cuentas nada, se supone que tuviste un trato correcto. Yo sí se lo conté al forense, pero lo cuestionaba todo. Eso es lo que consiguen con la incomunicación: dejarte sin protección y obligarte a autoinculparte y a inculpar a tus amigos.
—Los moratones se borran, pero ¿qué marcas han quedado para siempre?
A.V: Yo no sé en qué momento asimilé que había sido torturada. De algún modo, encerré todas esas experiencias en una caja y hasta que no pasé por el Protocolo de Estambul no he querido sacarlas. Al preparar la declaración con el abogado tuve la oportunidad de ver algunos informes forenses en los que había denunciado malos tratos, y yo de eso ni me acordaba.
A.L: Hay algunos sonidos o cosas que escuchas o que pasas en tu día a día que te recuerdan directamente las torturas, y entonces te bloqueas. Eso es duro y recordar lo ocurrido también, pero también es verdad que para poder seguir siendo una persona y llevarlo lo mejor posible hay que recordarlo. Por otro lado, cuando estás en la sala de la Audiencia Nacional y tus compañeros están declarando… ves cómo a uno se le corta la respiración, cómo otro ha puesto una postura rara, te acuerdas de lo que te ocurrido a ti…
A.M: La psicóloga me dijo que yo no había asimilado que eso me había pasado a mí, y según con qué cosas, me viene a la cabeza. A mí me dan asfixias y taquicardias. Si estoy en un sitio cerrado del que no puedo salir, empiezo a sudar. Entran tanto en tu cerebro que te lo parten por la mitad.
—Han recurrido al Protocolo de Estambul como herramienta para demostrar lo ocurrido en los calabozos…
A.L.: Mi familia y gran parte de Euskal Herria no me pide un protocolo para creerme. Ha pasado y es suficiente escuchar a los compañeros para saber que es verdad. El Protocolo lo pone en marcha la ONU hace unos 14 años y la Audiencia Nacional lo utiliza ahora como prueba científica. Es por eso que lo hemos pasado todos, pero eso no quiere decir que las declaraciones de tortura anteriores no fueran ciertas. Este protocolo es para nosotros una herramienta más para demostrar que las declaraciones policiales fueron forzadas.
—El lunes declaran esos policías y dicen que los imputados deben estar presentes…
A.M: Yo sé quién me torturó por la voz, no sé cómo voy a reaccionar al volver a escucharla. Estar en una sala con cinco personas que te están acusando a ti de unas mentiras que nos han sacado con la tortura no es agradable. No sé si todos aguantarán estar ahí. Para mí eso es otra forma de tortura.
A.V: Estamos obligados a estar ahí, pero creo que es comprensible que haya gente que no quiera, al igual que habrá otros que necesiten mirarles a los ojos y hacerles frente. Hemos decidido que no queremos estar ahí e intentaremos evitarlo. No hay palabras para la impotencia que se puede sentir.
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