Stalin, Historia y critica de una leyenda negra: Un libro de Domenico Losurdo
Domenico Losurdo aborda en su Stalin aspectos muy polémicos de la intervención en la historia del hombre que en la práctica dirigió la Unión Soviética durante casi tres décadas.
Miguel Urbano Rodrigues
Hace meses que me siento frente al ordenador para escribir este artículo. Más el proyecto fue aplazado día tras día.
Cuando Domenico Losurdo me ofreció Stalin -Storia e critica de una leggenda nera, ya había leído críticas sobre la obra. Más no la imaginaba.
Cualquier texto sobre personas que dejaron marcas profundas en la historia, escritas sin suficiente distanciamiento temporal, crean siempre grandes problemas al autor.
Viví esa situación este año al publicar poco ambicioso artículo – Sobre Trotsky –Del mito a la realidad. En Portugal, algunos camaradas que admiro me acusaron de trotskista; en Brasil, donde el artículo, más divulgado, generó polémicas, profesores de las Universidades de Campinas y de Rio Grande do Sul me dedicaron trabajos académicos, definiéndome como estalinista ortodoxo.
Domenico Losurdo aborda en su Stalin aspectos muy polémicos de la intervención en la historia del hombre que en la práctica dirigió la Unión Soviética durante casi tres décadas. No conozco obra comparable por la ausencia de pasión y por la densidad y profundidad de la reflexión sobre el tema.
Stalin fue un revolucionario que lideró la lucha épica de la Unión Soviética contra la barbarie nazi. Por si solo ese combate en defensa de su pueblo y la humanidad le garantiza un lugar en el panteón de la Historia.
Siento, con todo, la necesidad de aclarar que nunca sentí atracción por Stalin. No admiro al hombre. Su personalidad me parece inseparable de actos y comportamientos sociales que repruebo y repudio.
La contradicción no me impide escribir este artículo, me estimula a asumir el desafío.
La demonización de Stalin
La demonización de Stalin comenzó en los años 20, adquirió proporciones mundiales con el 20o. Congreso del PCUS, fue retomada durante la Perestroika y prosiguió después de la desaparición de la Unión Soviética, aunque con características diferentes. Al proclamar “el fin del comunismo”, la intelligentsia burguesa, empeñada en demostrar la inviabilidad del socialismo, diversificó la ofensiva, atribuyendo a Marx, Engels y Lenin grandes responsabilidades por el “fracaso inevitable de la utopía socialista”.
Stalin sobre todo fue presentado como creador y ejecutor de una técnica de gobierno dictatorial monstruosa. La palabra estalinismo entró en el léxico político como sinónimo de un sistema de poder absoluto que habría negado el marxismo al imponer “el socialismo real” mediante métodos criminales.
No son sólo académicos anticomunistas los que satanizan a Stalin. Dirigentes de partidos comunistas e historiadores marxistas, algunos de prestigio mundial, prestaron credibilidad a la condena absoluta de Stalin.
Eric Hobsbawm, el gran historiador británico que fue, en la juventud, miembro del Partido Comunista Británico, esboza en su libro La Era de los Extremos- Breve Historia del Siglo XX un retrato totalmente negativo del estadista que años antes fuera por él elogiado como revolucionario merecedor de la admiración de la humanidad.
El peso de la anatemización es tan fuerte que la Fundación Rosa Luxemburgo atribuyó en enero pasado un premio al historiador alemán Cristoph Junke por su libro Der lange Schatten des Stalinismus, una catilinaria despiadada sobre un «fenómeno histórico» que es también una «una teoría y una práctica política» que exorciza.
De la esperanza a la realidad
Sobre Stalin y su época fueron escritos cientos de libros. De los que leí ninguno me impresionó tanto como éste. La mayor parte condena al hombre y la obra. Una minoría de incondicionales hace apología del dirigente comunista y defiende sin restricciones su intervención en la historia. Un abismo separa a los críticos como el polaco Isaac Deutscher (trotskista) de los epígonos como el belga Ludo Martens (maoísta), dos autores cuyos libros fueron publicados en portugués, en Brasil.
Losurdo, filósofo e historiador, al iluminar la época del hombre que fue el timonel de la URSS durante casi 30 años encamina al lector a una reflexión compleja, inesperada y difícil. No asume el papel de juez.
El conocimiento profundo de la historia de la Revolución Rusa y de las luchas que le marcaron el rumbo después de la muerte de Lenin le permitió situar a Stalin en ese vendaval bajo una perspectiva innovadora. Procura, como filosofo, comprender. No absuelve ni condena.
Acompañando la trayectoria de Stalin de la mano de Losurdo, el lector es llevado a conclusiones incompatibles con la leyenda negra creada en torno al personaje. Más Losurdo no reescribe la historia, no intenta interpretarla. Como investigador, fija la atención en periodos decisivos, procede a una selección de hechos y acontecimientos y sitúa a Stalin en los escenarios en los que actuó.
Casi todas las revoluciones devoran a sus hijos. La de Octubre de 1917 no fue la excepción de la regla. Cuando ella triunfó eran inimaginables las crisis y conflictos que desembocaron en la ejecución de la mayoría de los personajes más brillantes de la gran generación de bolcheviques que se proponía construir el socialismo en la Rusia atrasada y famélica.
El tiempo era de esperanza. Al clausurar el Primer Congreso de la Internacional Comunista, Lenin sintetizó su confianza en el futuro en una frase: “La victoria de la revolución comunista en todo el mundo está asegurada. Se aproxima la fundación de la República Soviética Internacional”.
La previsión fue rápidamente desmentida por la Historia.
La desaparición de las ilusiones y su superación casi coincidieron con la enfermedad y muerte de Lenin. Después de la derrota de la revolución alemana, el autor de El Estado y la Revolución tuvo la percepción de que el capitalismo sobreviviría por mucho tiempo y que era necesario defender a toda costa a la joven revolución rusa. Trotsky no creía en la viabilidad del “socialismo en un solo país” y, desaparecido Lenin, acuso de cobardía y oportunismo a cuantos habían renunciado a la idea de la revolución mundial.
Losurdo subraya que Stalin fue el primer dirigente soviético en afirmar que por un largo periodo histórico la humanidad continuaría dividida no solamente en diferentes sistemas sociales, sino también en diferentes identidades lingüísticas, culturales y nacionales.
En tanto Trotsky dirigía aún llamamientos a la insurrección al proletariado de Finlandia, de Polonia, de las repúblicas bálticas, y al de las grandes potencias capitalistas, Stalin criticaba las tesis sobre la exportación de la revolución. En su opinión, la correlación de fuerzas en Europa justificaba la defensa del principio de coexistencia pacífica entre países con diferentes sistemas sociales.
En una época en que muchos comunistas continuaban soñando con “el ascetismo universal”, Stalin subrayaba que el marxismo es enemigo del igualitarismo e insistía en un punto central: “sería estúpido pensar que el socialismo puede ser construido con base en la miseria y privaciones, con base en la reducción de las necesidades personales y en la caída del nivel de vida de los hombres al nivel de los pobres”.
En los capítulos en los que estudia las divergencias de fondo que opusieron a Trotsky y Stalin, Domenico Losurdo se abstiene más de una vez de críticas y elogios. Sitúa el choque en el gran cuadro de la URSS post Lenin, y resume las posiciones de ambos, recurriendo a múltiples citas.
Son particularmente interesantes las páginas en las que son confrontadas las posiciones de Trotsky y Stalin sobre los temas de organización jurídica de la sociedad, de la familia, de la propiedad y sobre todo del Estado.
La cuestión central de la extinción del Estado, prevista por Marx, y exhaustivamente analizada por Lenin, le merece una atención especial.
A las críticas de Trotsky –entonces en el exilio- a la Constitución Soviética del 36, Stalin responde que las lecciones de Marx y Engels no deben ser transformadas en dogma y en una nueva escolástica.
El estado soviético, en lugar de caminar a su extinción, se fortalece cada vez más.
Según Stalin, el papel fundamental del Estado en la URSS “consiste en un trabajo pacifico de organización económica y en el trabajo cultural y educativo”. La antigua función represiva fue “sustituida por la función de la salvaguarda de la propiedad socialista de la acción de los ladrones y expoliadores del patrimonio del pueblo”.
Losurdo señala que, en la práctica, el estado soviético se desvío de esa función y recuerda que en 1938 “imperaba el terror y se ampliaba monstruosamente el Gulag”.
Más la permanencia del estado represivo no responde a la pregunta: ¿hasta qué punto es válida la tesis de Marx sobre el debilitamiento y la extinción del estado? ¿Debe o no mantenerse el estado en una sociedad comunista?
Losurdo recuerda que en la posición asumida por Stalin son identificables muchas contradicciones, pero señala que al contradecir una tesis clásica de Marx, el secretario general del PCUS actuaba en un terreno minado que lo exponía a la acusación de “traidor” lanzada por Trotsky.
A partir del inicio de los años 30, Stalin, en su lucha contra la oposición, acusa a sus miembros globalmente, de ser “agentes del enemigo”.
Exageraba. Mas Trotsky, principalmente, le ofrecía argumentos que contribuían a dar credibilidad de las acusaciones que le eran dirigidas. Cuando radios de Prusia Oriental comenzaron a transmitir para la URSS textos trotskistas, Stalin sacó beneficios de esa iniciativa. Y cuando Trotsky, en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el 22 de abril de 1939, dio su apoyo a los que pretendían “liberar a la Ucrania Soviética del yugo estalinista”, se intensificó la persecución de cuadros sospechosos de ideas trotskistas.
La otra “guerra civil”
Al contrario de lo que se afirma en la Historia oficial de la Revolución Rusa editada por el PCUS, el grupo dirigente que asumió el poder en octubre del 17 estaba ya dividido en lo tocante a problemas fundamentales de la política interna e internacional.
Los debates sobre los sindicatos, el papel del campesinado, la economía, las relaciones con las potencias capitalistas, la cuestión de las nacionalidades fueron siempre polémicos en el Politburó y en el Comité Central. Solamente el carisma y el inmenso prestigio de Lenin retardaron los conflictos sobre la orientación del Partido que se producirían después de su muerte.
Losurdo concluye que el Informe Secreto de Jruschov al 20o. Congreso presenta de ese periodo histórico una visión distorsionada y fantasiosa.
La tesis de Jruschov, según la cual corresponde a Stalin la responsabilidad por el asesinato en 1934 de Serguei Kirov, porque el joven dirigente estaría implicado en una vasta conspiración contra él, es rebatida por Losurdo con el apoyo de documentación recientemente divulgada. En la realidad Kirov tenía una gran admiración por Stalin que depositaba en él una confianza total.
Las conspiraciones para separar del poder a Stalin fueron muy reales, más las versiones de ellas presentadas en el Occidente por sovietólogos anticomunistas contribuyen en la opinión del filosofo marxista italiano para falsificar la historia. Y alcanzaron ese objetivo.
Domenico Losurdo es consciente de pisar un terreno peligroso en su tentativa de iluminar un Stalin diferente del dictador cruel, megalómano y vengativo cuyo perfil aparece esbozado en el Informe Secreto al 20o. Congreso. Esa imagen, con el aval de Jruschov, fue exportada por todo el mundo y acabó por ser aceptada en el Occidente como verdadera incluso por muchos dirigentes de Partidos Comunistas.
Los capítulos del libro de Losurdo que suscitaran más polémica en Italia y en otros países son por eso mismo los dedicados a las luchas en el Partido que precedieron a los Procesos de Moscú.
De alguna manera la carta de Lenin al Congreso del PCUS –leída por Krupskaya pero solamente publicada años después- estimuló en dirigentes del Partido la tendencia para luchar contra Stalin. Trotsky comenzó a conspirar con Kamenev y Zinoviev después de la muerte de Lenin.
Losurdo define el conflicto ideológico de la época como una “guerra civil” que fue permanente en el Partido hasta los últimos procesos del año 38. En la primera fase de la lucha por el poder, Stalin consiguió aislar a Trotsky de los viejos bolcheviques, desencadenando contra él una campaña en la que fue recordado su pasado menchevique y las polémicas mantenidas con Lenin.
El escritor italiano Curzio Malaparte, en un libro que fue best seller –Técnica del Golpe de Estado– publicado en Francia en 1931, fue uno de los primeros intelectuales europeos en escribir en occidente sobre los acontecimientos mal conocidos que, en el año 27, precedieron a la prisión de Trotsky, a su expulsión del Partido y al confinamiento en Alma Ata, en Kazajistán.
Una documentación importante confirma que Kamenev y Zinoviev, que se oponían a la política de Stalin pero sin enfrentarlo en el Politburó, participaron personalmente de esa conspiración. El objetivo era la separación de Stalin, pero el proyecto fracasó y el secretario general recuperó una vez más a Zinoviev y Kamenev, aislando a Trotsky.
Bujarin, siempre imprevisible, había sido hasta entonces –según Losurdo- como director de Izvestia, un aliado firme de Stalin, más a partir de la extinción de la NEP y del inicio de la colectivización de las tierras emprendida a ritmo acelerado y con recursos a métodos crueles, llegó a la conclusión de que la estrategia adoptada por el PCUS conduciría el país a un desastre.
El dirigente que en Brest-Litovsk había liderado el ala izquierdista se dislocó a la derecha en un brusco viraje, convencido de que la revolución solamente podría sobrevivir si mudase de ritmo, adoptando una orientación democrático-burguesa, lo que significaría una regresión histórica.
Rogovin, un historiador trotskista citado por Losurdo, afirma que Stalin tomó entonces la iniciativa de desencadenar una “guerra civil preventiva” contra aquellos que pretendían derrocarlo. En ese periodo de conspiraciones laberínticas, la participación de destacados dirigentes en maniobras de bastidores fue permanente, y de ellas participaron algunos miembros de la vieja guardia bolchevique.
La apertura de los archivos soviéticos vino a esclarecer que algunos cambiaron con frecuencia de campo.
Rogovin, polemizando mucho más tarde con Solzhenitsin, afirma que, lejos de ser la expresión de “un ataque de violencia irracional e insensata”, el sanguinario terror desencadenado por Stalin fue en la realidad la única manera por la cual él consiguió quebrar la resistencia de aquello a lo que llama “las verdaderas fuerzas comunistas”.
En los procesos de Moscú los ex dirigentes bolcheviques aparecen todos como traidores. Más la palabra es brutal y la generalización deforma la historia. Antonov-Ovsenko, Preobrajenvsky, Karl Radek, Rakovsky, Bujarin, Kamenev, Zinoviev, entre otros dedicaron sus vidas a un proyecto radical de transformación de la sociedad cuya meta era el socialismo, rumbo al comunismo.
Domenico Losurdo, apoyado por fuentes creíbles, procura comprenderlos, descendiendo a las razones de comportamientos contradictorios que expresaban simultáneamente las dudas, las opciones ideológicas y la fidelidad al ideal comunista de esos revolucionarios.
En esas páginas sobre el periodo de las luchas internas de los años 20 y 30, la llamada conspiración de los militares merece atención especial. Losurdo no deja para el lector las conclusiones; en este caso no se limita a colocar los datos sobre la mesa.
En la torrencial bibliografía occidental sobre el asunto, el mariscal Tujachevsky, héroe de la guerra civil, es siempre presentado como víctima inocente del terror estalinista, arquetipo del revolucionario puro, triturado por un engranaje perverso.
Losurdo afirma que ya en 1920, durante la guerra en Polonia, Tujachevsky había evidenciado una ambición militarista preocupante al imponer la marcha sobre Varsovia que tuvo un desenlace desastroso. Pero Stalin confiaba todavía en él y lo promovió a mariscal después de las victorias alcanzadas en 36 contra Japón en Mongolia.
Transcurridos 70 años, continua siendo polémica la cuestión de los contactos secretos que Tujachevsky habría mantenido con potencias extranjeras. Más los historiadores que le atribuyen la aspiración de transformarse en el “Bonaparte de la Revolución Bolchevique” acumularon pruebas que lo comprometen.
El checoslovaco Benés, en 1937, informó a los franceses de esos contactos y Churchill, después de la Segunda Guerra Mundial, admitió que la gran la depuración en el cuerpo de oficiales de la URSS afecto a elementos filo alemanes y, citando el nombre de Tujachevsky, afirmó que Stalin tenía una deuda de gratitud con el presidente Bénes. El embajador de los EEUU en Moscú Joseph Davies, alude también a una “conspiración de los militares”.
El propio Trotsky, no obstante su odio a Stalin, afirma evasivamente, en un comentario a la ejecución de Tujachevsky y otros oficiales, que “todo depende de aquello que se entienda por conspiración”.
En su reflexión sobre la prolongada lucha librada en la dirección del PCUS después de la muerte de Lenin, Losurdo emplea repetidamente la expresión “las tres guerras civiles” para caracterizar la amplitud que asumieron las conspiraciones . La última finalizo con la ejecución de Bujarin.
El filósofo italiano subraya en su libro que Bujarin, después de la extinción de la NEP, decisión a la que se opuso, comenzó en reuniones privadas a llamar a Stalin “el representante del neotrotskismo” e “intrigante sin principios”. Fue el comienzo del viraje que paradójicamente, más de una vez lo aproximó a Trotsky que le inspiraba temor y admiración.
Los orígenes del estalinismo
La deformación de la historia real de Rusia comenzó en Occidente inmediatamente después del derrocamiento de la autocracia zarista. La tesis según la cual la Revolución de Febrero habría sido una revolución casi sin violencia y la de Octubre una sangrienta tragedia es un mito forjado en los países capitalistas. En la realidad murió mucho más gente en la primera que en las jornadas que precedieron al asalto del Palacio de Invierno y en los días posteriores.
Losurdo, en el capitulo en que estudia los “orígenes del estalinismo”, recuerda que Stalin, contrariamente a Trotsky, defendía la compatibilidad de un “nacionalismo sano”, del “sentimiento nacional y de la idea de patria” con la fidelidad al internacionalismo proletario. Cuando el Reich nazi invadió la URSS afirmó insistentemente que el camino para lo universal pasaba a través de la lucha de los pueblos que no aceptaban la condición de esclavos al servicio del pueblo de señores imaginado por Hitler.
Stalin es acusado de defender un concepto de estado y una política de nacionalidades cuya aplicación reflejó contradicciones antagónicas. Pero se vivía una época en que contradicciones simultáneamente evidentes e incompatibles eran comunes en la formulación de la teoría revolucionaria.
Rosa Luxemburgo criticó duramente al partido bolchevique por haber liquidado la democracia tal como la concebía, más simultáneamente le exhortaba a reprimir con puño de hierro cualquier tendencia separatista de “los pueblos sin historia”, incluyendo el de su natal Polonia. Stalin, por el contrario, defendía la necesidad de un respeto enorme por las más de 50 nacionalidades de Rusia y consideraba que la preservación de sus lenguas y culturas le aparecía como indisociable del progreso de Rusia revolucionaria.
Esas ideas, condensadas en un libro elogiado por Lenin, no encontraron sin embargo traducción en la praxis, sobre todo a partir de los años que ejerció como secretario general del PCUS un poder personal casi absoluto.
Más, paradójicamente, en los últimos años de vida, Stalin reasume la defensa de las nacionalidades al combatir como utópica la idea de “una lengua única para la humanidad” “cuando el socialismo triunfe a nivel mundial”. Señalando que la lengua no es una superestructura, afirma que los idiomas no fueron creados por una clase social, sino “por todas las clases de la sociedad gracias a los esfuerzos de cientos de generaciones”.
En su denso ensayo, cuya riqueza conceptual y documental es incompatible con las síntesis breves, Losurdo fija los orígenes de aquello a que se llamó el estalinismo, en una época marcada por tensiones, conspiraciones y el hambre, al inicio de la colectivización de las tierras.
Citando la Fenomenología del Espíritu, de Hegel, y lo que el filosofo alemán pensaba de la “libertad absoluta” y del “terror”, sustenta que «el “estalinismo” no es el resultado “ni de la sed de poder de un individuo, ni de una ideología, sino del estado de excepción permanente que se implanta en Rusia a partir de 1914”».
La mayoría de los historiadores occidentales serios, recuerda, coinciden en que antes de los años 30, Stalin no era aún un autócrata. Según Werth, no existía en ese tiempo el culto a la personalidad y persistía la tradición de la dictadura del proletariado.
En 1925, en plena NEP, Stalin expresaba opiniones como esta: “hoy no es ya posible dirigir con métodos militares”; ”ahora no se ejerce la máxima presión, sino la máxima flexibilidad, sea en la política, sea en la organización…” Entonces consideraba un error “identificar el Partido con el Estado” y repetía que “el socialismo es el paso (de la fase) en que existe la dictadura del proletariado a la sociedad sin estado”.
Fue la decisión de industrializar el país rápidamente la que provocó el viraje estratégico que desencadenó la represión sobre los campesinos. Cercada por potencias hostiles, sin acceso al capital internacional, la URSS, para financiar la industrialización recurrió a los excedentes generados por una agricultura atrasada. El proyecto de colectivización de la tierra, por la manera violenta como fue concretizado, produjo desgarros no sólo en el tejido social, sino en la dirección del Partido. Se alcanzó el objetivo, pero el precio social y político fue altísimo.
Pero solamente es a partir del 37, con el Gran Terror –expresión utilizada por Losurdo- cuando la dictadura del proletariado cedió lugar a la autocracia.
En las Obras Completas de Stalin son además numerosas las páginas en que el repite que la dictadura del proletariado habría asumido un carácter muy diferente si la Guerra Mundial, anunciada con anticipación, no lo hubiese encaminado para una política de concentración del poder. ¿Sería sincero al escribir que la concibió como transitoria? Nunca lo sabremos.
Lo que está comprobado por una abundante documentación es la convicción que Stalin tenia de que después de la derrota del Tercer Reich hitleriano se abriría a la alianza con los EEUU e Inglaterra un gran futuro. Creyó en una era de buenas relaciones con el Occidente capitalista.
No preveía entonces para Europa Oriental fuera adecuado el tipo de regímenes que allí instaló con mano de hierro. Entendía que Polonia no debería optar por la vía de la dictadura del proletariado. “No está obligada a ello, no es necesario”. Y, hablando con dirigentes comunistas búlgaros, los sorprendió al afirmar: “es posible realizar el socialismo de un modo nuevo, sin la dictadura del proletariado”. Y cuando mantenía aún una relación cordial con Tito le dijo: “En nuestros días el socialismo es posible inclusive bajo la monarquía inglesa”.
El norteamericano Robert Conquest, el historiador de ultraderecha al que Losurdo atribuye esas palabras, señala que ellas demuestran que “Stalin estaba repensando activamente la validez universal del modelo soviético de revolución y socialismo”.
Lo que no suscita dudas es que la Guerra Fría hizo derruir eventuales planes sobre un cambio de estrategia y puso fin a la meditación ideológica sobre los modelos del socialismo. El deshielo se torno en una imposibilidad.
Sobre la popularidad de Stalin y los Gulag
Losurdo dedica muchas páginas al tema de la popularidad de Stalin. Basado en fuentes de múltiples tendencias, llama la atención para una realidad desconocida en Occidente.
Incluso durante el bienio del Gran Terror, 37-38, la base social de apoyo a la política de Stalin se amplió.
Se verifica, escribe Losurdo, “una interacción paradójica y trágica”. En consecuencia se daba, por un lado, un fuerte desarrollo económico y cultural y por otro del miedo suscitado por la represión; “decenas de millares de stajanovistas se volvieron directores de fabricas y una análoga y rapidísima movilidad social se produjo en las fuerzas armadas”.
En las vísperas de la guerra, el jefe de los traductores del Ministerio de Negocios Extranjeros del Reich, de visita a Moscú, al pasar por la Plaza Roja resumió en estas palabras la atmósfera de tranquilidad existente en la capital: “Quien estuvo en Moscú y no vio a Lenin, me dijo un miembro de la Embajada, no vale nada para la población rural rusa”.
En las campañas anticomunistas, los textos sobre los Gulags siberianos creados por Stalin y los relatos sobre el sufrimiento de los deportados funcionan como artillería pesada. Muchos libros han sido dedicados al tema, desde la novela que valió el Nobel a Solzhenitsin.
Losurdo aborda la cuestión de frente, situándola en una perspectiva poco habitual.
Estudió a fondo la documentación soviética existente en los archivos. Como ser humano y revolucionario le inspiran sentimientos de repulsa e indignación los campos de trabajo forzados, en cualquier país y cualquiera que sean los objetivos.
Esa posición no le impide denunciar la falsificación de las estadísticas occidentales que inflaron desmesuradamente la población de los Gulag, multiplicando el número de personas que pasaron por ellos y los que allí murieron. Simultáneamente, rechaza los paralelismos establecidos entre los campos de exterminio nazi y los campos de trabajo soviéticos. El universo de los campos de concentración siberianos era un mundo de contradicciones. En la URSS – escribe Losurdo- la ley castigaba con rigor las violaciones rutinarias de los reglamentos.
El propio Vishinsky, cuando era Procurador General de la Unión, denunció públicamente las condiciones intolerables de algunos Gulag donde los hombres eran tratados como “animales salvajes”.
Losurdo recuerda que en los campos soviéticos había bibliotecas para los deportados, y la dirección promovía espectáculos, conciertos y conferencias y que los prisioneros en muchos Gulag estaban autorizados a elaborar periódicos murales.
A partir del inicio de la agresión alemana, las condiciones de vida se suavizaron en casi todos los campos de trabajo soviéticos. Millares de prisioneros fueron beneficiados por una serie de amnistías y reintegrados en la sociedad o en las fuerzas armadas.
Losurdo, en una crítica frontal a la hipocresía de los intelectuales anticomunistas que reescriben la historia falsificándola, procede a un breve inventario de los horrores de campos de concentración creados por potencias occidentales cuyos dirigentes se presentan como campeones de los derechos humanos, horrores ocultados por un manto de silencio.
Australia, por ejemplo, a lo largo de casi todo el siglo XIX, fue la Siberia oficial de la Inglaterra imperial. Los textos que reproduce esbozan un panorama de los campos de concentración australianos sólo comparable con los creados por las SS de Himler. Los aborígenes, además, eran aún cazados como animales en ese país en el inicio del siglo pasado.
¿Y qué pensar de los campos de internamiento instalados por Roosevelt para ciudadanos de origen japonés –incluyendo niños- cuyo único crimen era el origen étnico? Durante la guerra, muchos prisioneros alemanes fueron sometidos en los EEUU a torturas medievales, como la destrucción de los testículos.
Es de dominio público que en la primera mitad del siglo XX los linchamientos de negros eran aún rutinarios en los Estados del sur del país. Ho Chi Minh describe esos espectáculos macabros, tolerados por las autoridades. Asistió, angustiado a uno de ellos.
En las historias de Inglaterra, no hay prácticamente referencias a los campos de trabajo militarizados instalados en la India durante el imperio. Pero existieron y fueron escenario de crímenes repugnantes.
La desaparición de la memoria histórica de los horrores de los campos de concentración creados por Francia en Argelia es igualmente una realidad en la patria de Víctor Hugo.
En Alemania se ignora el genocidio planeado de los Herreros y de los Hotentotes en Namibia cuando aquel país era una colonia del imperio de los Hohenzollern. Fueron hacinados como animales en campos especiales por el ejército colonial del Káiser Guillermo II.
Del genocidio de los indígenas también poco se habla en Canadá. Pero ese silencio no apaga el hecho de que el objetivo de los campos de la muerte del país fue el exterminio deliberado de tribus enteras de indios en un autentico holocausto.
La evocación de esos crímenes olvidados por los defensores occidentales de los derechos humanos ocupa muchas páginas en el libro de Losurdo.
Podría haber acrecentado una referencia al campo de Tarrafal en Cabo Verde y a los campos de concentración, como el de São Nicolau, que Salazar instaló en Angola.
Stalin y los judíos
La satanización de Stalin en el Occidente no es solamente una constantes de las campañas anticomunistas. Historiadores europeos y estadounidenses de prestigio identificados con la ideología neoliberal cultivaron en las últimas décadas una perversa modalidad de irracionalismo en el esfuerzo de diabolizar a Stalin.
La receta es primitiva: Stalin y Hitler serían “monstruos gemelos”.
Losurdo en el desmontaje del paralelismo y de las imaginarias afinidades entre el dirigente soviético y el Führer nazi analiza los textos de autores como la destacada escritora sionista estadounidense Ana Arendt para ridiculizar la argumentación inspirada por un anticomunismo cavernícola.
Arendt, entre otras mentiras, presenta a Stalin como un antisemita fanático. Le atribuye una “política canibalística” contra los judíos, basada en un odio racial feroz.
El historiador Robert Conquest, portavoz de la extrema derecha norteamericana, comentando la represión en Ucrania durante la colectivización, afirma que Stalin transformó aquella República soviética en un “inmenso Bergen Belsen” (un campo de exterminio alemán).
Losurdo señala que Conquest, en uno de sus libros, editado en el ámbito de una operación político cultural anticomunista, responsabiliza a la URSS por “infamias iguales en todo a las cometidas por el Tercer Reich”.
Cabe recordar que sucesivos presidentes de los EEUU manifestaron gran aprecio por Conquest como historiador y perfilaron la tesis del Golomodor (el llamado holocausto ucraniano), transformándola en una poderosa arma de la Guerra Fría. Reagan la utiliza como instrumento ideológico en el periodo que precedió al desmembramiento de la URSS.
Losurdo, al refutar las acusaciones del antisemitismo hechas a Stalin, recuerda que después del final de la guerra, antes de la división de Palestina, el dirigente soviético adoptó “una política fundamentalmente filo hebraica”. La URSS fue además el primer país en reconocer al Estado de Israel. En un mensaje dirigido desde París a Ben Gurion, su ministro de Asuntos Extranjeros destaca que los delegados soviéticos actuaron como “abogados de Israel” en la Conferencia de la ONU sobre la cuestión palestina.
Los archivos del Foreign Oficce del Departamento de Estado acumulan además una documentación que confirma una realidad hoy incómoda por muchos motivos: “la Unión Soviética contribuyó de manera esencial –como escribe Losurdo- para la creación y fortalecimiento del estado hebraico”.
Losurdo, recurriendo a citas de diferentes autores, subraya que Stalin fustigaba el antisemitismo con expresiones como “chauvinismo racial” y “canibalismo”.
Muchos de los bolcheviques más destacados de la vieja guardia eran judíos. Zhdanov, un dirigente en el cual Stalin depositó una confianza irrestricta también era judío. Y durante décadas, millares de elementos de origen hebreo ocuparon funciones de la mayor responsabilidad en el estado soviético.
Hitler en sus catilinarias antisemitas atribuía a los judíos un papel decisivo en la preparación de la Revolución de Octubre. Utilizando un lenguaje infame, aludía a una “horda terrorista hebraica” de “asiáticos circuncidados” y afirmaba que la sangre judía corría en las venas de Lenin. Y decía que Stalin era un judío, no por la sangre pero si por el espíritu.
La política pro Israel de Stalin solamente dio un giro de 180 grados, asumiendo una orientación antisionista, cuando los diplomáticos de Tel Aviv, después de la visita de Golda Meier a Moscú, iniciaron contactos secretos con la comunidad hebrea de la URSS con el objetivo de estimular la emigración hacia Israel de los judíos soviéticos.
“Cada hebreo –habría dicho entonces Stalin, según Roy Medvedev- es un nacionalista, y es un agente del espionaje norteamericano”.
Losurdo aborda con cautela el tema de la alegada “conspiración” de los médicos judíos de Stalin a la cual escritores y periodistas occidentales dedicaron millares de páginas. Transcurrido más de medio siglo, el fusilamiento de algunos de esos médicos continua sucintando polémicas apasionadas dentro y fuera de Rusia. El filosofo italiano, comentando versiones contradictorias, evita una conclusión, señalando que no fueron solamente dirigentes soviéticos quienes prestaron credibilidad a la teoría del complot.
El diplomático británico Sir Joe Gascoigne admitió en la época que los médicos del Kremlin eran “culpables de traición”.
Comunismo, antítesis del fascismo
La intensidad, las proporciones y la sofisticación de la campaña anticomunista en la cual uno de los objetivos era la destrucción de la imagen positiva proyectada en el mundo por la Unión Soviética produjeron en Occidente efectos prolongados y complejos que se manifiestan aún, transcurridas casi dos décadas desde la reimplantación del capitalismo en la patria de Lenin.
La ofensiva prosiguió. Los teóricos del capitalismo, creadores de eslóganes como “el imperio del mal” y otros similares, comprendieron que el esfuerzo para desacreditar a la URSS era insuficiente si no concentraban sus críticas en la ideología del sistema. Marx, Engels y Lenin se tornaron en los blancos preferidos de los intelectuales y de políticos empeñados en presentar al socialismo como un proyecto fracasado, no solamente utópico, sino monstruoso.
Cualquier científico político mínimamente estudioso sabe que no existió hasta hoy un único régimen comunista. Pero simulando ignorar la evidencia –el comunismo es una fase superior del socialismo- los ideólogos de la burguesía insisten en llamar comunistas a los países que desarrollaron experiencias socialistas, entre ellos la URSS.
La mayoría de los partidos comunistas – el portugués, el de Grecia, el AKEL chipriota son en Europa las excepciones del revisionismo- no supo reaccionar positivamente a esa ofensiva ideológica. Muchos dirigentes, por ella contaminados, no solamente participaron de las campañas de satanización de la URSS sino que renegaron de los valores de la Revolución de Octubre, llevando la capitulación al extremo de adherirse a las calumnias anticomunistas.
Registro que no faltan militantes de partidos revolucionarios que, por temor, no osan hoy asumirse públicamente como marxistas y comunistas.
Fue en el ámbito de esa ofensiva ideológica en la que académicos de grandes universidades europeas y norteamericanas forjaron la tesis según la cual el fascismo y el comunismo serían, al final, variantes de una misma concepción monstruosa de la política. Entre los muchos libros publicados sobre el tema, algunos como Orígenes del Totalitarismo, de Ana Arendt, fueron best-seller mundiales que diseminaron la mentira y la calumnia con barniz de verdad.
Domenico Losurdo, en los capítulos dedicados a la psicopatología y a la moral de la literatura politica occidental de la época de Stalin y a la aberración de las comparaciones entre este y Hitler, desciende a los orígenes y motivaciones de la estrategia anticomunista.
Recuerda que ese trabajo tiene raíces antiguas. El presidente Wilson, por ejemplo, era un fanático anticomunista. En su opinión, la Revolución de Octubre fue fundamentalmente un complot alemán; Lenin y otros dirigentes bolcheviques habrían estado durante años al servicio de la Alemania imperial.
Losurdo, que emplea la expresión Gran Terror con mayúsculas para designar el bienio 37-38 de los Procesos de Moscú, esboza con frontalidad el cuadro sombrío de la represión en la URSS en diferentes fases de la era de Stalin.
Alerta, además, para la hipocresía de eminentes historiadores occidentales que blanquean y omiten crímenes contra la humanidad practicados por los gobiernos y fuerzas armadas de los países capitalistas en tanto se esfuerzan para movilizar las conciencias contra los cometidos por los “monstruos comunistas”.
Recuerda –apenas un ejemplo – que el fusilamiento de oficiales polacos por los soviéticos en Katyn fue un crimen sin disculpas. Señala sin embargo que esa masacre abyecta ha sido utilizada exhaustivamente por la propaganda occidental en el cine, la televisión, la prensa, en libros, como prueba del carácter bárbaro del régimen soviético.
En un brevísimo inventario de algunos crímenes occidentales que no figuran o son suavizados en los manuales de Historia, Losurdo cita entre otros:
– La muerte por hambre y maltratos de dos de los tres millones de prisioneros soviéticos capturados por los alemanes en el Frente del Este.
– La masacre cometida por los británicos de millares de mujeres y niños en el campo de concentración de Kamiti, en Kenia, después de la rebelión de los Mau Mau.
– El bombardeo genocida de Dresde por los ingleses cuando la guerra estaba en el final y el apoyo de Churchill, Roosevelt y Truman a los bombardeos terroristas de ciudades alemanes sin objetivos militares con el objetivo de aterrorizar a la población.
– La ejecución en Sicilia por orden del general Patton de soldados italianos que se habían rendido al ejército norteamericano.
– El genocidio en las Filipinas en el comienzo del siglo XX durante la revuelta contra la ocupación norteamericana.
– El exterminio total de la población aborigen de Tasmania.
– El rechazo a hacer prisioneros musulmanes durante la campaña de Sudán a finales del del siglo XIX, campaña en la que Churchill participó como oficial de caballería.
– La ejecución en Taejon, en julio de 1950, de 1.700 coreanos que antes del fusilamiento fueron obligados a excavar la fosa donde fueron sepultados.
– El exterminio por el ejército de los EEUU del total de los habitantes de decenas de aldeas en Vietnam y Laos.
– La orden de Nixon en el inicio de los años 70 para que fuesen lanzadas en las áreas rurales de Camboya más bombas que cuantas habían caído en las ciudades japonesas durante toda la Segunda Guerra Mundial.
– El más trágico y abyecto de todos los crímenes contra la humanidad: el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945.
El odio no hace la Historia
Para los ingleses es muy contradictorio hoy reconocer que sus líderes derramaron elogios sobre Mussolini y Hitler antes de la Guerra Mundial.
Churchill declaro en 1933 que veía “el genio romano personalizado en Mussolini, el mayor legislador vivo, que mostró a muchas naciones cómo se puede resistir a llegar al socialismo…”
Cuatro años después, en 1937, escribió que Hitler era un político “extremadamente competente”, con una sonrisa que “desarmaba” y un “sutil magnetismo personal”.
Lloyd George, el ex primer ministro liberal, fue aún más apologético al definir al Führer como “un gran hombre”.
Paradójicamente, los mismos dirigentes de las grandes potencias occidentales cuyos anatemas contra la URSS y Stalin continúan siendo rutinarios en las campañas anticomunistas reconocieron públicamente la decisiva importancia de la contribución soviética para la derrota del Reich nazi y manifestaron gran aprecio por la persona del secretario general del PCUS.
Roosevelt, ya muy enfermo, no ocultó la impresión positiva que en la Conferencia de Teherán le causara la personalidad de Stalin, definiéndolo como un estadista de gran talento y cultura.
En la correspondencia de Churchill hoy publicada son numerosas las referencias altamente elogiosas de Stalin. Identificó en él a uno de los más dotados estadistas del siglo XX. Eso no le impidió dar por lo dicho lo no dicho y ser el orgulloso padre de la Guerra Fría al esbozar en el famoso discurso de Fulton los peligros de aquello que llamó la “Cortina de Hierro”. Obviamente el Informe Secreto de Jruschov supuso un poderoso estimulo a la campaña de demonización de Stalin.
La apertura de los archivos soviéticos y las memorias de mariscales que desempeñaron un gran papel en la derrota militar del Tercer Reich constituyen el más eficaz de los desmentidos a las afirmaciones grotescas de ese Informe que presenta de Stalin la imagen de un dirigente que cayera en depresión con la invasión alemana y sin influencia directa en la conducción de la guerra patriótica.
La tesis provocadora de los “monstruos gemelos”, difundida por Ana Arendt y otros escritores anticomunistas, no pasa de una grotesca operación de marketing político. Pero continúa siendo el ingrediente utilizado en las campañas de satanización de Stalin.
Losurdo llama la atención hacia el protagonismo que Arendt más de una vez asumió en esa ofensiva, en la tentativa de forzar un paralelo entre Alemania nazi y la URSS estaliniana. La escritora sionista pretende iluminar “el origen del totalitarismo”, pero en la realidad su ensayo agrede a la Historia, configurando aquello que Lukács llama el asalto a la razón.
La obsesión de los ideólogos del neoliberalismo en lanzar puentes entre Stalin y Hitler es tan irracional que asume facetas de paranoia. Losurdo pulveriza la tesis y recuerda con fundamento que por el pensamiento y por su intervención en la Historia ellos fueron precisamente dos personalidades antagónicas.
En tanto que Hitler hizo del racismo un cimiento del estado nazi, Stalin lo condenó como forma de canibalismo social y amenaza a la paz. Stalin embistió contra el mito de la superioridad de los arios puros, sobre todo alemanes, sobre los demás pueblos.
La Unión Soviética asumió un papel decisivo en la descolonización y fue gracias a la solidaridad del Partido bajo su dirección, apoyo ideológico y ayuda material que las luchas de liberación nacional se desarrollaron victoriosamente en África, en Asia y en América Latina.
Hasta Friedrich Hayek, el economista austriaco que es considerado el padre del neoliberalismo ortodoxo, reconoce que sin la Revolución Rusa el llamado estado social no habría sido posible en Europa.
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Traducido por Pável Blanco Cabrera
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